JUEGOS DE LA INFANCIA

Felipe Huamán Gutiérrez

Hoy al pasar por una calle, vi algunos niños que jugaban en una calle poco transitada, verlos así me llenó de nostalgia y recordé mí niñez. Ellos habían puesto dos latas de leche como arco y corrían tras una pelota de plástico, mientras sus mochilas, a un lado de la vereda, eran cuidadas por otros niños que observaban el partido de fulbito.
Entonces vinieron a mi mente los recuerdos de mi infancia, los hermosos momentos que pasamos con mis amigos, cuando salíamos a jugar “pelota” al estadio Oscar Ramos Cabieses de Imperial, que jugábamos en la mitad del estadio “cruzados” y lo convertíamos en dos “canchitas”. En una jugaban los jóvenes más diestros con el balón y en la otra los aprendices.
Cómo olvidarme cuando nos íbamos a bañar al canal María Angola, que era un canal lleno de carrizos por ambos bordes. Con mis amigos, partiendo de la esquina del Estadio Oscar Ramos, y cruzando en diagonal las chacras de algodón, maíz u otra plantación, según la época, llegábamos a la acequia al lugar denominado “El Pocito”, que era como una piscina propia para los niños principiantes en la natación y ubicado un poco más arriba de la última cuadra del Jirón Ayacucho del distrito de Imperial.
En “El Pocito”, entre niños y/o niñas jugábamos a las clásicas “Chapadas”, es decir nadando, sin salirte del agua, tenías que tocar la cabeza de algún niño o niña y decirle “chapada” y luego éste “la llevaba” y tenía que chapar a otro y así el juego seguía hasta cansarnos o alguien decía “chepa”, es decir paralizaba un instante el juego para hacer un reclamo por algún mal jugador, tomar acuerdos, o simplemente porque se había cansado. Las niñas llegaban sólo hasta “El Pocito” más arriba no iban, eran más conservadoras.
Otras veces los varones, seguíamos aguas arriba del Canal María Angola y llegábamos al lugar denominado “Tamarría” que era otro lugar donde los niños nos divertíamos nadando; pero ahí no iban muchos, porque sólo era para los niños y jóvenes un poco más expertos en la natación, era más profunda y con compuertas que llevaban agua para las chacras y hacían los llamados “Remolinos”.
Siguiendo aguas arriba, caminando por el borde de la acequia siempre cubierto de carrizos, con algunos amigos más osados nos íbamos a “Casita Blanca”, que era un lugar más alejado y peligroso donde iban los niños mayores y expertos en la natación. Este lugar tenía la forma de una represa con palos que embalsaba el agua del canal y que una parte del agua era desviada hacia la hacienda Hualcará, según decían en ese tiempo, era para uso de la población o para enfriar el motor de luz o de la fábrica desmotadora de algodón. Este embalsamiento originaba una gran poza de agua y discurría para ambos, una que iba a Hualcará y otra que seguía su recorrido por el canal María Angola. Era complicado bañarse por el peligro que representaba, pues te podía arrastrar con la velocidad de caída del agua, y en ambos casos la caída era alta, por una canaleta encementada y áspera; una te llevaba hacia los naranjales de Hualcará y podías recibir unos correazos de parte del guardián por pensar que entraste para robar, y la otra te llevaba a las chalas y carrizos con arañas y otros insectos del canal y no podías salir porque el borde de la acequia era alto y estaba llena de carrizos.


Volviendo al colegio, guardo recuerdos muy emocionantes. Cuando en el patio de tierra jugábamos a las canicas o “bolitas” como lo llamábamos nosotros. Quién no recuerda cuando al no haber canicas, se jugaban a las “chapitas” es decir las chapas de las gaseosas reemplazaban a las canicas o “bolitas”; era un juego para los que no podían adquirir sus canicas.

Los que pasamos los 60, ¿acaso no recuerdan la famosa “lecherita” o las “lecheras”? que es nada menos la bolita de vidrio que lo llamábamos así porque con ella hemos obtenido las mejores jugadas de bolitas y eran precisas y certeros a la hora de jugar y éstas eran de preferencia las bolitas pintaditas con otro color.
Otras veces nos creíamos expertos choferes con nuestro aro de bicicleta vieja, que empujado por un palo o alambre grueso recorríamos las tranquilas calles del pueblo, inclusive haciendo el sonido de claxon con nuestra boca ante la presencia de algún peatón. 


Pero si no había aros de bicicleta, siempre no faltaba una llanta vieja de auto o camión para rodar por las calles con nuestras manos; hasta hacíamos carreras, era adrenalina pura y limpia de contaminación.
Cómo olvidarnos cuando hacíamos de las calles de Imperial nuestro campo deportivo, y se jugaba algunas veces sin zapatos.
Cuando en representación del equipo de la calle La Mar íbamos con mis amigos, los hermanos Chumpitaz, Kenyi, y otros, para jugar frente a los niños de la calle 28 de julio, de los Valverde y sus amigos; se jugaba en la tarde porque en la mañana la calle estaba ocupada por los vendedores ambulantes de la parada de Imperial. Otras veces jugábamos con los niños de la calle Ayacucho de los populares “Papos”, Villafani, Bermudes y otros.
Qué decir de las cometas. Al empezar la primavera, algunos niños nos íbamos a la acequia María Angola para cortar carrizo y hacer nuestras cometas. Tenías que tener habilidad y destreza para cortar el carrizo y obtener unos palitos y armarlos, previo un croquis en el piso de tierra del modelo de cometa que querías hacer; luego cortar el papel, pegarlo con la goma o engrudo preparado de harina y buscar tela vieja para el “rabo”. 
Cuántas veces hemos enviado “cartas” con la cometa a nuestros amigos o algún familiar en el cielo; escribíamos en un papel una nota, le hacíamos un agujero por donde pasaba el hilo de la cometa y por efecto y fuerza del aire lo elevaba hacia lo alto donde serpenteaba nuestra cometa. Dentro de nuestra fantasía e imaginación decíamos “carta entregada”. Nuestras cometas lo hacíamos volar en lo que ahora es la huaca Cocharcas, UPIS Luis Felipe de las Casas, en la huaca de la Av. 15 noviembre, en la huaca detrás del estadio Oscar Ramos o detrás del Cementerio de Imperial, que aquellos años esos lugares eran libres, estaban desocupadas, eran pampas, eran un tierral; otras veces volábamos nuestras cometas en las mismas calles, no había autos ni camiones estacionados en las calles, como ahora. Emocionantes y divertidos momentos que hemos pasado. Éramos felices, una felicidad muy pura y natural, sin complicaciones. Algunas veces nuestros padres felices, nos ayudaba “hacer vuelo” para que nuestra cometa tome altura y logre salir del piso y alcance el viento para volar.
Otro de los clásicos juegos de antaño, fueron cuando jugábamos “Las escondidas”. Era un juego grupal que por sorteo alguien “La Llevaba” y era la persona que tenía que encontrar a los otros; el que la “Llevaba” se recostaba en la pared o en un árbol, cerraba los ojos y trataba no ver y contar hasta veinte, dando tiempo a los otros para que busquen el mejor escondite para que no le encuentre, porque al primero que encuentre, él la “Llevaba” y tenía que continuar el juego.
Muchas veces también hemos sido partícipes o jugado a la “Gallinita Ciega” un juego para niñas y niños. De la misma manera y por sorteo elegíamos al que se le vendaría los ojos. Al niño que se le vendaban los ojos se le ponía al centro y cogiéndole por los hombros, se le daba vueltas para marearlo un poco, lo soltábamos y corríamos alrededor de él, a ratos tocábamos al niño vendado por la espalda, y él trataba de tocarnos intuyendo nuestra ubicación. Jugábamos en el colegio o en la casa entre niños y niñas vecinas. No faltaban los que hacían trampas al momento de estar vendados.
Otro un juego especial y exclusivo, al inicio para niñas, ahora lo practican también los niños, era el recordado “Jass”. Las niñas se agrupaban y luego sentadas entre dos jugaban en el piso.
Era interesante como lanzaban la pelotita de jebe al aire y antes que dé el primer rebote cogían el jass, otras veces daban uno o dos palmadas en el piso y cogían el jass del piso. Era interesante el clásico “besito” que daban a sus manos y seguían cogiendo el jass. Entre otras reglas, había que coger un jass o dos por vez, y también al coger el jass no debían mover los otros que quedaban en el piso, son algunos que recuerdo, sólo era espectador en ese hermoso juego de cálculo mental, control emocional, concentración y desarrollo de habilidades.
Había otro juego que consistía en hacer una gran figura con cuadritos en el piso de tierra y que finalizaba en un semicírculo y todas eran enumeradas, era el recordado “Mundo”. El más conocido mundo era de forma de avión.
Consistía en lanzar una “teja”, que era una chapa con barro en su interior o una piedra pequeña achatada, que se lanzaba empezando por el cuadro número 1 y luego saltando en un solo pie, íbamos haciendo el recorrido por todos los cuadros numerados y al volver, siempre parado en un solo pie, recogíamos la “teja”, para luego empezar lanzando la teja al cuadro número 2 y así seguía el juego. Se perdía cuando por casualidad o por error, al lanzar, tu “teja” no caía en el cuadro que le correspondía, o cuando al estar saltando en un solo pie, pisabas la línea del cuadro o te caías, entonces seguía el juego el siguiente niño o niña.
¡Cuántas veces, ante una discrepancia, teníamos que regir para tomar una decisión! Ésta era el recordado “Yan kem po” o “Piedra, tijera, papel”.
La técnica era que la piedra rompe la tijera, la tijera corta el papel y el papel envuelve la piedra y así hacían un círculo de oportunidades equitativas, y se resolvían algunas disputas. 
El “Salta soga” otro juego interesante que muchos jugábamos, y que permitía el desarrollo de habilidades psicomotrices de los niños y niñas, que se practicaba en la hora de recreo en el colegio.
Se practicaba solo o en grupo, donde dos giraban la soga y otros saltaban, turnándose. Los giros de la soga al principio eran lentos, luego iban aumentando la velocidad, para los niños o niñas más hábiles y que no tenían errores al saltar.
El juego del “trompo” es uno de los juegos favoritos de mi infancia, recuerdo que hacíamos bailar el trompo en el piso y ganaba quien duraba más bailando. Teníamos que ser muy diestros para enrollar la piola y lanzar el trompo para que baile y dure bastante tiempo en nuestra mano.
Recuerdo que se jugaba el clásico “La cocina” donde el perdedor se “chantaba” y dejaba su trompo en el piso para que los adversarios con jugadas empujaban el trompo hacia un lugar circular en un rincón que se llamaba “La cocina”. Muchos trompos terminaban hecho “leña” como consecuencia del golpe que recibían de las púas del trompo adversario. Otras veces se jugaba con moneda de S/0.50 o S/1.00 que, con el trompo bailando se empujaba la moneda, y quien llegaba primero a la meta, recuperaba su moneda y luego proseguía sacando la moneda del compañero y si lograba sacarlo era su ganancia.
Los mejores trompos eran hechos de madera de naranja. Recuerdo que una vez, fui a la chacra de la ex Hacienda Hualcará para traer palos de naranja para hacer nuestros propios trompos. Teníamos trompos para competir, que era de madera dura y con una púa bien afilada; otra liviana y “sedita” que era para competir en el baile, rotando; y teníamos otro para la exhibición, que era pintada de diferentes colores que al rotar o bailar, se veía la hermosa combinación de sus colores.
Otro de los juegos de mis tiempos era el llamado “Tumba latas”. Este juego de puntería consistía en tumbar latas armadas en torres; las latas en algunos casos eran numeradas, y por turnos, los niños a cierta distancia, lanzaban una pelota de jebe o trapo, tratando tumbar la mayoría de latas. Los niños tenían dos oportunidades o intentos para lanzar la pelota y tumbar latas. Ganaba el que acumulaba mayor puntaje tumbando latas.
Los que pasamos los 60 tuvimos oportunidad de canjear 5 chapitas de gaseosas por un Yoyo profesional, o comprarnos en la parada de Imperial ¿recuerdan?
Eran emocionantes concursos y encuentros de juego al yoyo. Se apostaba quien hacia “El Trapecio”, “La vuelta al mundo”, “El perrito”, “La dormilona” entre otros malabares. Recuerdo que de tanto jugar, la pita que sostenía el yoyo me maltrataba el dedo.
Otro juego tradicional de nuestra época era el popular “Runrun”. Lo hacíamos de chapa de gaseosa, al que le sacábamos el corcho y aplanábamos la chapa con piedra, le hacíamos dos agujeros en el centro por donde pasábamos el hilo, y listo para jugar y hacerlo “zumbar” en el aire con ambas manos.
Las competencias con Runrun eran un poco peligrosas, pues algunas veces había competencia donde se enfrentaban dos niños, cada uno con su runrún y ganaba quien cortaba el hilo del runrún del contrario. Al cortarse el hilo, con la velocidad de rotación del Runrun, ésta salía disparado pudiendo cortar a alguien cerca; se tenía que tener mucha experiencia para entrar en la lid, eran como dos gallos “navajeros”. Había algunos que hacían el Runrun de la base circular del tarro o lata de leche. Hoy en día se han creado runrún a base de plástico de diferentes colores, con luces, inclusive con sonido incorporado; pero eso era para los que tenían plata. Recuerdo que algunos hacían su Runrun con botones de camisa o pantalón.
Cómo olvidarnos del clásico juego de “Las chapadas”; que jugábamos en la 7ª cuadra de la Av. La Mar, en el patio del colegio o en la laguna. Recuerdo que camino hacia Alminares pasando el desvío a Carmen Alto, había una laguna artificial. Algunas veces con otros niños íbamos a bañarnos en esa laguna y jugábamos a “La Chapada”.
El juego consistía que uno de los niños tenía que perseguir al otro sin salirse del agua, y tocarle la cabeza, entonces le decía “chapado” y él era el que la “llevaba” y tenía que “chapar” a otro, y así continuaba el juego. La laguna era profunda, mayor que nuestro tamaño y teníamos que ser buenos nadadores para esquivar las chapadas o a veces zambullirnos en el agua y desaparecer momentáneamente y evitar que nos chapen. La laguna artificial los había hecho los agricultores para almacenar agua, que, con dos compuertas, una de ingreso y otra de salida, controlaban el agua en la laguna. En la calle o en el colegio, el juego era similar.
“Mata Gente” o “Mata China” era otro juego tradicional, que estando el grupo de niños en el centro, dos niños que se colocaban en los extremos, lanzaban la pelota de jebe tratando de dar a uno de ellos, hasta “matar” a todos. La satisfacción era que cuando te quedabas hasta el último sin que logren “matarte” eras el mejor y muy admirado por los niños y niñas.
Cuántos de nosotros no habrá llegado a nuestra casa con los zapatos o el pantalón roto; simplemente era porque nos habíamos quedado en la calle en el clásico “Partidito” o “Pichanga”.
Antes se estudiaba mañana y tarde, y antes de llegar a casa, nos quedábamos en la calle con grupos de amigos para jugar; poníamos nuestros “morrales” en el piso como arco, escogíamos los integrantes de cada equipo y empezaba el fulbito; los goles, previo acuerdo, eran válidas las que ingresaban rodando o “rodadas” o las que ingresaban al arco con una altura bajo la rodilla; no teníamos reloj, se jugaba a goles, que por lo general, el equipo ganador era quien hacía cuatro goles; algunas veces los equipos eran muy equilibrados y no se metía goles y el partido demoraba mucho, entonces el partido quedaba para la revancha al otro día.
La ronda, eran para niños y niñas más pequeños. El juego consistía que todos se cogían de la mano y giraban alrededor en forma circular, cantando algunas canciones.
El más clásico era jugar al lobo; el designado lobo se escondía en un rincón, mientras que los otros hacían la ronda y cantando, decían “¡juguemos a la ronda, mientras el lobo, esta!” y agregaban – “¿Lobo que estás haciendo? – el lobo desde su escondite respondía, por ejemplo - ¡Estoy bañándome! – y así el juego continuaba, hasta la última pregunta, que el lobo respondía - ¡Salgo para comerles! – y todos los niños y niñas corrían en diferentes direcciones para que el lobo no le “coma”.
Al iniciar y concluir éstos estos recuerdos, de los lugares y juegos de mi infancia, logré retroceder en el tiempo y sentirme como un niño. Amigos, el tiempo no pasa, lo que pasa es la persona, somos nosotros que pasamos, cuando nos cerramos a las nuevas ideas y nos volvemos radicales, pensamos mucho en nosotros y nos olvidamos de los demás.
Recuerda, que comprenderás la vida, dando una mirada hacia atrás.
Imperial- Cañete, enero del 2018.

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